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Existe en el país una crisis de seguridad y falta de agenda política y técnica para administrarla. Solo hay respuestas en términos coyunturales, sin una agenda de largo plazo para gobernar la Seguridad.

Al actual Gobierno, y también a los anteriores, les ha costado entender que, siendo la inseguridad un problema que proviene de muchas causas, su manejo requiere, sobre todo, de coordinación interinstitucional, y de acciones conjuntas y sincronizadas de todos los órganos del Estado –y no solo control o uso de la fuerza, aunque esta es indispensable–.

La seguridad es una función primaria del Estado y, por lo tanto, parte esencial de su rol estratégico frente a la sociedad. Hoy está comprometido un financiamiento de 1.500 millones de dólares adicionales para apoyar la solución de la crisis, pero si no existe una visión de mediano y largo plazo en la gestión de seguridad, parte de ese dinero muy probablemente se malgastará. 

El Parlamento y el Gobierno acaban de converger políticamente en una agenda legislativa miscelánea de seguridad de 31 proyectos de ley, y el Ejecutivo ha anunciado 46 comunas para la acción policial preferente contra el crimen. 

Estas iniciativas, que poseen aspectos positivos, corren también el riesgo de transformarse en un híbrido de informalidad jurídica, un “piño” de leyes, y en una criminalización de territorios y exportación de delincuentes a otras comunas no priorizadas. Y, probablemente, no hará variar sustancialmente la situación actual, pues los delitos son nacionales y su control depende de la eficiencia de la policía.

La eficacia en prevención y en la persecución penal, en general, no deriva solo de un marco legal claro, que por cierto es indispensable, sino además de una capacidad operativa policial y de una investigación penal acuciosa y rápida. Para esto, se debe mejorar radicalmente la capacitación de las policías y desarrollar una coordinación interinstitucional entre los órganos del Estado con tareas de base para la Seguridad, como el Registro Civil, el  sistema carcelario, el Ministerio Público, el conjunto de servicios de inteligencia policiales y militares, y el Poder Judicial.

Ayudaría mucho, también, una acción gubernamental coherente en desarrollo urbano y seguridad vial, así como la existencia de una infraestructura robusta de información y base de datos. 

Es preocupante el debate  sobre “territorios” en abstracto, como si fueran entidades vacías de habilitación urbana, y que el principal gestor y regulador de políticas en ellos, el Ministerio de Vivienda y Urbanismo, guarde silencio. Algo parecido a lo que ocurre con el sistema carcelario, dependiente del Ministerio de Justicia, pese a que las cárceles –además de insuficientes y deterioradas– van camino a transformarse en islotes autorregulados por los propios presos, funcionando bajo un régimen de control perimetral, pero plenamente conectados y activos delincuencialmente desde el interior hacia el exterior. 

Estos y otros elementos que sería largo enumerar, hacen que la crisis no consista solo en la asimetría de fuerzas entre delincuentes y policías, sino en algo más profundo. 

Las reglas de uso de la fuerza policial (RUF), que se intenta regular por estos días en detalle mediante una ley, pueden llegar a ser más una traba que una ayuda para la eficiencia de las policías. Entre otras cosas, por la falta de coordinación interna de los organismos del Estado. 

Lo normal es que las RUF estén referidas a una Ley Marco y a su Reglamento para el uso de la fuerza por parte de los agentes del Estado, en la que se determinan principios de resguardo y categorías de acción. Ahí se desarrollan y articulan los principios y procedimientos para que, luego, las autoridades con competencias de planificación, diseño táctico y disciplina de las diferentes fuerzas, aprueben e impartan, mediante ordenanzas generales, los criterios operativos prácticos. Siempre controlados estos por un órgano supervisor y sujetos a la auditoría civil del ministerio respectivo. 

Poco se ha hablado hasta ahora de impulsar la instalación a corto plazo de un centro de entrenamiento SWAT para las policías, que mejore y redireccione su desempeño operativo. Y que se generen al menos dos laboratorios nacionales de alta tecnología para apoyar la eficiencia policial y la investigación judicial del Ministerio Público: uno de balística, para formar el banco de datos general sobre armas, su trazabilidad, uso y origen; y otro de ADN, de registro obligatorio para delincuentes condenados. Ambos funcionando en línea y coordinadamente con los servicios de tanatología y de salud pública del Estado.  

En materia de cooperación internacional, poco o nada se ha mencionado la posibilidad de solicitar apoyo para formar a corto plazo un centenar o más de oficiales SWAT, como semilla de futuras unidades de este tipo; ni de realizar estudios de funcionamiento urbano y de vialidad estructurante para mejorar los controles georreferenciados en los territorios, con cámaras profesionales y barreras físicas para dar mayor eficacia a los desplazamientos operativos en los distintos barrios de la ciudad. 

Parlamentarios y Gobierno insisten en sus discursos sobre la multicausalidad del crimen, lo que es cierto, pero hasta ahora no se está pensando acerca de los requerimientos políticos e institucionales para lograr un gobierno eficiente de la Seguridad. La Subsecretaría de Prevención del Delito está al debe.

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